miércoles, 25 de abril de 2007

Para Ángela Fernández, de Albira.

La pulsera de estrellas felices.

Cantábase una vez que había dos amigas, muy amiguísimas. Eran inseparables desde el primer el primer día del primer curso de guardería.

Las niñas, que hasta se parecían físicamente, se llamaban Ana y Ángela.
Durante años hicieron montones de cosas juntas. Eran inseparables. Siempre buscaban la fórmula para estar una al lado de otra en excursiones o en cualquier otra actividad del colegio.

Pero, un buen día, Ángela tuvo que mudarse. Su padre había encontrado trabajo en otra ciudad y todos, ella, su madre y su padre, tenían que irse a vivir a muchos kilómetros de distancia.
Durante semanas, Ángela le ocultó a su amiga su inminente marcha, para no entristecerla. Ella ya estaba muy triste, sabiendo que dejarían de verse a diario y, con su buen corazón, no quería que su amiga sufriese como ella estaba sufriendo.

Durante esas semanas previas a la mudanza en que Ángela guardó silencio, se dedicó a tejer una pulsera para su amiga: era una pulsera preciosa, todas las cuentas eran pequeñas estrellas, estrellas con una carita sonriente que ella había dibujado con un rotulador especial, pacientemente, estrellita a estrellita.

La noche antes de regalarle la pulsera a su amiga del alma, Ángela rezó a su Hada Madrina: le pidió que su amiga nunca la olvidara. Y el Hada, conmovida por su sentimiento tan sincero de amistad pura y verdadera, le concedió el deseo y, tocando con su varita mágica la pulsera que había estado tejiendo durante semanas, la transformó en una pulsera mágica.

Cuando esa mañana Ángela fue a clase, dispuesta a confesarle a su amiga que no volvería al mismo colegio el curso siguiente, guardó con cariño la pulsera en su mochila. La notó algo diferente, era como si la pulsera, de pronto, pesase más, hasta tenía un brillo extraño, casi mágico.

En el patio, durante el recreo, Ángela habló con su amiga Ana. Ana se puso muy, muy triste, al saber que no volvería a compartir ratos como aquel con su amiga querida. Ella, para compensarla, sacó la pulsera que había tejido para ella, y se la regaló.
Ana se la ciñó en la muñeca y, en el mismo momento en que se la ató, en el patio del colegio (construido sobre un antiguo torreón medieval), apareció un hada de aspecto tan bello que no podía ser de este mundo.

Las demás niñas no parecían poder verla, pero las dos amigas sí.

-- ¿Quién eres? -- preguntó Ángela, la más intrépida de las dos.

-- Soy el Hada de la Amistad. He escuchado vuestros deseos de permanecer unidas para siempre y he hechizado la pulsera que Ángela ha tejido. Cada cuenta de esa pulsera os permitirá poneros en contacto una con otra. Sólo tienes que sacarla de la pulsera, Ana, y lanzarla al cielo. Así siempre podréis hablar entre vosotras cuando tengáis ganas.

Las niñas se pusieron muy contentas al escuchar esta noticia, y se dieron un gran abrazo para despedirse: Ángela ya no volvería al colegio al día siguiente.

Al siguiente domingo, por la noche, ya en su cama, Ana probó a seguir las instrucciones que el Hada le había indicado: desenhebró una cuenta de la pulsera, salió a la terraza de su habitación, y la lanzó hacia el cielo, mientras decía en voz alta:

-- Quiero hablar con Ángela.

De pronto, en su habitación surgió una luz como una luciérnaga, que se fue haciendo más y más grande, hasta convertirse en la imagen de su amiga, en su nueva habitación, en su nueva ciudad. Las dos empezaron a hablarse y contarse novedades, muy contentas por poder hacerlo.

Ana cada vez utilizaba más y más cuentas de la pulsera mágica, para poder hablar con su amiga casi todas las noches.
Cuando llegó el cumpleaños de Ana, sólo quedaba ya una cuenta.
A pesar de los regalos que tuvo, y de la gran fiesta a la que acudieron todos sus amigos, Ana estaba deprimida.
Sabía que sólo le quedaba una oportunidad para hablar con su amiga.
Así que, cuando le tocó el turno de apagar su vela en la ludoteca donde sus padres la habían llevado con sus amiguitos, más de una docena, a celebrar su cumpleaños, sólo pensó en un deseo:

Que pueda seguir viendo a Ángela.

Y, cuando se encendieron las luces y la niña ya había apagado su tarta, Ana descubrió que su pulsera, la que seguía llevando en la mano, tenía de pronto todas sus cuentas intactas, como si nunca hubiera gastado ninguna.

Incluso, en una esquina de la sala, le pareció vislumbrar, durante un instante, al Hada de la Amistad, que le guiñaba un ojo, señalando al mejor regalo que había recibido esa tarde: una pulsera de estrellas felices que nunca se acabarían.

Y ese fue el mejor cumpleaños de su vida.

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