viernes, 27 de abril de 2007

De Alicia para Lucía Martínez.

El anillo de la amistad.

Cantábase una vez, que había dos amigas de cinco años, muy amigas, tan tan amigas, que se llamaban entre ellas ‘’las amiguísimas".
Las niñas eran Alicia y Lucía. Eran compañeras del mismo colegio, pero Lucía había empezado un curso más tarde que Alicia. De todas formas, en cuanto se vieron, se gustaron: eran inseparables, donde iba una, iba la otra. Todo lo hacían juntas y disfrutaban de ello.
A Alicia le gustaban mucho los cuentos, le encantaba leerlos, tanto que a veces se concentraba demasiado y parecía que se metía dentro del mundo cuento mismo.
Un día hubo excursión en su colegio, el Colegio San Lorenzo, y Alicia y Lucía estaban muy contentas por poder ir de excursión juntas. Se sentaron juntas en el autobús, formaron fila juntas, comieron juntas…
Estaban especialmente felices porque ese día era el cumpleaños de Lucía. Para celebrarlo, Lucía le regaló a su querida amiga un anillo: era igual que el que ella llevaba en la mano, un anillo azul con un conejito mágico. Al dárselo le dijo:
-- Ahora sí que estaremos siempre unidas, llevamos el mismo anillo.
Después de la comida, Lucía decidió dormir un rato. Alicia, en cambio decidió seguir leyendo el libro que había traído en su mochila.
Alicia era un tanto inquieta y, para leer, se puso a caminar alrededor del campamento. Sin darse cuenta, se adentró en el bosque que rodeaba su zona, y, antes de lo que se tarda en contarlo, se perdió.
Cuando las profesoras llamaron a los niños para subir al autobús, Alicia no aparecía.
Lucía fue la que más se preocupó, porque no entendía que su amiga se hubiera marchado sin ella.
Rápidamente se puso en marcha un dispositivo de búsqueda de la niña. Acudieron los servicios de emergencia y los sanitarios.
Alicia, mientras tanto, no se consideraba perdida. Ella seguía leyendo su cuento, campo a través. Pero, cuando lo terminó y pensó en regresar, se dio cuenta de que se había alejado demasiado y no sabía cómo volver.
Alicia era una niña tranquila. No se asustó. Se sentó justo donde estaba y decidió echarse una siesta, segura de que la encontrarían tarde o temprano.
Pero Alicia no sabía que el bosque en el que se había adentrado en sus andanzas, era parte del Parque Nacional de los Picos de Europa, muchos km. cuadrados, algunos con zonas aún inexploradas.
Cuando los servicios de Protección Civil llegaron para ayudar en la búsqueda de la niña, Lucía escuchó cómo decían a sus profesoras que podría ser difícil localizarla.
Así que Lucía se dio cuenta de que tal vez no podrían encontrar a su amiga. ¿O tal vez sí?
Lucía se había dado cuenta de que el anillo que le había regalado a su amiga estaba conectado de alguna forma con el suyo.
Cuando las dos estaban juntas, los ojos de los conejitos que había en los anillos, brillaban.
Y, ahora, no brillaban.
Lucía le contó el secreto de su anillo a algunas de sus amigas: Lucía Suárez, Alejandra, Nadia, y Pablo …
En menos que se tarda en contarlo, los niños se escaparon hacia el bosque, siguiendo el rastro que marcaba el anillo de Lucía.
Apenas se adentraron en él, el anillo comenzó a parpadear: ¡Alicia estaba cerca!
Los niños siguieron el parpadeo cada vez más intenso del anillo de Lucía y así llegaron hasta el árbol bajo el cual Alicia se había quedado dormida.
Todos celebraron el haberla encontrado, sana y salva.
Pero, ahora, tenían un problema: había que regresar al campamento, y no sabían el camino.
Pero Alicia se dio cuenta de que su anillo con un depósito de purpurina dorada, se había abierto durante la excursión, así que animó a sus amiguitos a buscar un rastro de purpurina dorada.
¡Y lo encontraron!
El anillo que Lucía le había regalado había marcado el camino de llegada, así que solamente tenían que seguirlo para conseguir salir del bosque.
Eso hicieron y, en apenas media hora, llegaron hasta el claro donde su clase había montado su campamento.
Allí estaban los padres de todos ellos, avisados por el colegio ante la idea de que se hubieran perdido dentro del inhóspito bosque. Se pusieron muy contentos al verlos llegar sanos y salvos, y ellos se sintieron felices al verse así recibidos.
Pero ni Lucía ni Alicia les contaron a sus familias los poderes que habían descubierto en sus anillos: sabían que hay magias que sólo los niños pueden percibir.

miércoles, 25 de abril de 2007

Para Ángela Fernández, de Albira.

La pulsera de estrellas felices.

Cantábase una vez que había dos amigas, muy amiguísimas. Eran inseparables desde el primer el primer día del primer curso de guardería.

Las niñas, que hasta se parecían físicamente, se llamaban Ana y Ángela.
Durante años hicieron montones de cosas juntas. Eran inseparables. Siempre buscaban la fórmula para estar una al lado de otra en excursiones o en cualquier otra actividad del colegio.

Pero, un buen día, Ángela tuvo que mudarse. Su padre había encontrado trabajo en otra ciudad y todos, ella, su madre y su padre, tenían que irse a vivir a muchos kilómetros de distancia.
Durante semanas, Ángela le ocultó a su amiga su inminente marcha, para no entristecerla. Ella ya estaba muy triste, sabiendo que dejarían de verse a diario y, con su buen corazón, no quería que su amiga sufriese como ella estaba sufriendo.

Durante esas semanas previas a la mudanza en que Ángela guardó silencio, se dedicó a tejer una pulsera para su amiga: era una pulsera preciosa, todas las cuentas eran pequeñas estrellas, estrellas con una carita sonriente que ella había dibujado con un rotulador especial, pacientemente, estrellita a estrellita.

La noche antes de regalarle la pulsera a su amiga del alma, Ángela rezó a su Hada Madrina: le pidió que su amiga nunca la olvidara. Y el Hada, conmovida por su sentimiento tan sincero de amistad pura y verdadera, le concedió el deseo y, tocando con su varita mágica la pulsera que había estado tejiendo durante semanas, la transformó en una pulsera mágica.

Cuando esa mañana Ángela fue a clase, dispuesta a confesarle a su amiga que no volvería al mismo colegio el curso siguiente, guardó con cariño la pulsera en su mochila. La notó algo diferente, era como si la pulsera, de pronto, pesase más, hasta tenía un brillo extraño, casi mágico.

En el patio, durante el recreo, Ángela habló con su amiga Ana. Ana se puso muy, muy triste, al saber que no volvería a compartir ratos como aquel con su amiga querida. Ella, para compensarla, sacó la pulsera que había tejido para ella, y se la regaló.
Ana se la ciñó en la muñeca y, en el mismo momento en que se la ató, en el patio del colegio (construido sobre un antiguo torreón medieval), apareció un hada de aspecto tan bello que no podía ser de este mundo.

Las demás niñas no parecían poder verla, pero las dos amigas sí.

-- ¿Quién eres? -- preguntó Ángela, la más intrépida de las dos.

-- Soy el Hada de la Amistad. He escuchado vuestros deseos de permanecer unidas para siempre y he hechizado la pulsera que Ángela ha tejido. Cada cuenta de esa pulsera os permitirá poneros en contacto una con otra. Sólo tienes que sacarla de la pulsera, Ana, y lanzarla al cielo. Así siempre podréis hablar entre vosotras cuando tengáis ganas.

Las niñas se pusieron muy contentas al escuchar esta noticia, y se dieron un gran abrazo para despedirse: Ángela ya no volvería al colegio al día siguiente.

Al siguiente domingo, por la noche, ya en su cama, Ana probó a seguir las instrucciones que el Hada le había indicado: desenhebró una cuenta de la pulsera, salió a la terraza de su habitación, y la lanzó hacia el cielo, mientras decía en voz alta:

-- Quiero hablar con Ángela.

De pronto, en su habitación surgió una luz como una luciérnaga, que se fue haciendo más y más grande, hasta convertirse en la imagen de su amiga, en su nueva habitación, en su nueva ciudad. Las dos empezaron a hablarse y contarse novedades, muy contentas por poder hacerlo.

Ana cada vez utilizaba más y más cuentas de la pulsera mágica, para poder hablar con su amiga casi todas las noches.
Cuando llegó el cumpleaños de Ana, sólo quedaba ya una cuenta.
A pesar de los regalos que tuvo, y de la gran fiesta a la que acudieron todos sus amigos, Ana estaba deprimida.
Sabía que sólo le quedaba una oportunidad para hablar con su amiga.
Así que, cuando le tocó el turno de apagar su vela en la ludoteca donde sus padres la habían llevado con sus amiguitos, más de una docena, a celebrar su cumpleaños, sólo pensó en un deseo:

Que pueda seguir viendo a Ángela.

Y, cuando se encendieron las luces y la niña ya había apagado su tarta, Ana descubrió que su pulsera, la que seguía llevando en la mano, tenía de pronto todas sus cuentas intactas, como si nunca hubiera gastado ninguna.

Incluso, en una esquina de la sala, le pareció vislumbrar, durante un instante, al Hada de la Amistad, que le guiñaba un ojo, señalando al mejor regalo que había recibido esa tarde: una pulsera de estrellas felices que nunca se acabarían.

Y ese fue el mejor cumpleaños de su vida.

viernes, 20 de abril de 2007

Cuando Albira tenía cinco años...

...le escribí esta historia en otro blog.

Creo que se merece que la reproduzca aquí.

Felices ocho, hija mía. Espero que siempre seas tú con A.

2004

-- Mira, mami -- me dice mi hija mayor, casi cinco años de sabiduría y dos ojos negros que no se cierran del todo ni para dormir, como si tuviese miedo de que el mundo desapareciera si ella corriese del todo las cortinas de su interrogación hecha pupilas-- ahora somos una eme.

Albira se refería a que en ese momento iba caminando cogida de la mano de su abuela y de la mía, y parecíamos formar el perfil de dicha letra mayúscula.

En ese instante su abuela soltó su mano, y rauda como el viento, Albira explicó:
-- Y ahora sólo quedamos nosotras, que somos una ene.
El resto del paseo nos dedicamos a atribuir letras a las personas:
--Mira, un señor con bastón y bigote...es una eñe.
-- Y aquella mujer embarazada, una be.
-- ¿Y si está embaraza de mellizos será be mayúscula? --sugirió mi hija entre risas.
-- La amiga que empuja el carricoche de bebé, una ge minúscula, ¿no crees?
-- Síííí, y cuando el niño pase a usar la sillita de paseo, ¡una erre pequeña!-- la niña cada vez se emocionaba más con el juego.
Pasó una vecina a nuestro lado. La típica que abre tanto la boca para sonreír porque así le caben más cotilleos dentro.
-- Albira, qué guapa estás, mamá debe haberte puesto de rebajas. ¿Hoy no hay cole? ¿Seguro que has pillado el virus ese que tiene la vecinita del tercero, a que sí?
En cuanto la hubimos traspasado, sin pararnos a su lado, dirigiéndole no más que un breve saludo, Albira sugirió entre risas pícaras:
-- Esa es una hache.
-- ¿Hache? --Yo no veía la relación-- ¿Mayúscula o minúscula? Una hache mayúscula podría ser un enfermo en camilla, una minúscula, un anciana en bastón, pero...esta señora, no sé...
-- Sí, hache, mami. La hache es una letra molesta, que se empeña en estar donde no la esperas, que no sirve para nada, ni para pronunciarse siquiera, pero que no te puedes librar de ella o encima te ganarás una regañina por hacer mal el ejercicio. Es una letra que debería convertirse en humo, ¡umo sin hache, claro!

Y las dos nos reímos imaginando a la vecina convertida en humo, ella y todas las haches del mundo, y las personas que sólo servían para haches, dejando un planeta mucho más limpio y respirable.
A partir de ahí, descubrimos que las personas pueden ser letras en su aspecto y en su interior, y el juego dio de sí durante un buen rato.
Sobre qué letra se atribuyó a sí misma Albira, diré que fue la A de Escritora.
Ya, ya...escritora se escribe con e, pero, si se tienen cinco años y se quiere imitar a mamá y decir que de mayor se quiere ser escritora, ¿por qué ponerle límites al abecedario?
Para mi hija, escritora se deletrea empezando por la A de Albira.


Mami Q.

Soy Albira y conmigo se creó un mundo.

Mañana cumplo ocho años.
Pero yo nací mucho antes: mi mami me inventó hace más de quince años, cuando creó mi cuento y la historia que lleva mi nombre.

Soy Albira, la primera de muchas futuras Albiras, y esta es la historia de la primera Albira del mundo de los Palabrincos...el mundo de las Cantadoras de Cuentos. Si tu mamá aún te cuenta cuentos, como la mía, si incluso los inventa...seguro que tienes un sitio en Palabria, el mundo de los cuentos sin fin. Puede que hasta nos hayamos conocido allí.


Albira, o de cómo nació el mes de ABRIL.
Abril empieza a acariciar nuestros ojos abiertos, ansiosos de sol y júbilo, hambrientos de miel y flores. Abril es un mes pequeño, casi chiquito en su nombre, en su forma, y en su cielo. Ni es marzo -fin del invierno-, ni es mayo -primavera en los campos-. Es un mes que ni es, ni no es, ni quiere ser.
Dicen que cantan las viejas -aunque siempre suenan frescas- Cantadoras de Cuentos que, una vez, hace muchísimo tiempo, cuando no existía la historia escrita, ni falta que hacía entonces, el año tenía solamente once meses.
Era una época en que la gente con años más cortos era más vieja más pronto, tenían menos tiempo para ser felices y la juventud parecía marchitarse primero, al perder, cada año, uno a uno, muchos meses.
Nació, en aquellos días en que cada bebé era una sonrisa y un regalo inesperado, una niñita.
Apareció -nadie sabía por qué, pero tampoco nadie se lo preguntó- en un campo verde, verde como mil hojas de mil árboles distintos, como el fondo de los acantilados, como los ojos de la mujer del poeta, y lleno, tan lleno que no se veía la tierra dorada, de diminutas joyitas con pétalos y brillantes de rocío.
La niñita, feliz y sonriente, jugueteó con los rayos de sol que pugnaban por entrar en su boquita, sin protestar ante su abandono. Ni siquiera reclamó con su llanto la atención de un mundo que tan despreocupadamente ignoraba su existencia.
El primer campesino que pasó por allí se la llevó a casa. La niña no iba vestida con ropa, sino que su cuerpecito había sido envuelto en un edredón de rico brocado color vino blanco, en el que aparecía bordada la palabra ALBIRA. Como ignoraban su posible significado, en un pueblo en el que la sabiduría residía en las abuelas curanderas, todos encontraron justo empezar a llamar a la niña así.
Albira no se quedó en una sola casa, no pasó a formar parte de ninguna familia determinada. La niña era patrimonio común de toda la aldea, aunque, desde luego, no se tratase de una niña nada común, precisamente.
Nunca habló. Ningún adulto consiguió hacerla hablar. No parecía tener una incapacidad específica, e, incluso, algunos chiquillos afirmaban que la habían oído cantar cuando se alejaba en el interior de algún campo con flores. Pero los mayores aseguraban que eso no eran más que fantasías de niños.
Como fantasías debían ser esas historias que circulaban por el pueblo y que hablaban de que se había visto a Albira en las noches sin luna merodeando por las casas y los establos, y que, al día siguiente de su visita, tal gallina había puesto huevos de dos yemas, o aquella vaca ya vieja había quedado preñada.
Sí que era cierto que, en las mañanas escarchadas, aparecían flores frescas en las ventanas de todas las jóvenes enamoradas, y, en las que aparecía una rosa amarilla, habría una niña que nacería en la casa esa primavera. Pero, eso, argüían los adultos, serían tonterías de la niña, que al no tener un techo fijo al que acudir, vagabundeaba a su antojo, querida de todos pero libre como la brisa vespertina.
Albira tampoco aprendió a leer, ni quiso ir a la escuela. A veces pasaba la mañana mirando con sus ojos dulces e interrogadores, de color cambiante, a través de la ventana abierta en la parte posterior del aula. Pero no entraba. Algún otro niño dijo que, como en el verde de la pizarra no había flores, Albira se aburría en el colegio.
Comía muy poco. Parecía alimentarse del aire y de sonrisas. Siempre sonreía. Y a donde iba celebraban su llegada, porque sembraba risas incluso en mitad de una disputa.
Si había una riña, aparecía Albira, acompañada siempre de un animalito que había encontrado enfermo: un corderito, un gato recién nacido, e incluso un lagarto que había perdido la cola, y entonces ya nadie podía mantener su enfado. Sus ojos insondables, profundos como un par de lagunas tranquilas, limpios como la bondad y cálidos como el corazón de una madre, miraban ..., y se disolvían los malentendidos. Parecía ser capaz de encontrar para los demás, en cada momento, la esencia de las cosas, y, ante la verdad de lo sencillo, nadie podía sentir sino armonía y paz.
Y las gentes comenzaron, poco a poco, tal como nos atan las diminutas cadenas de los hábitos, a vivir más sencillamente, a disfrutar más lentamente, a ser más felices durante más tiempo. Y el tiempo mismo se volvió más sencillo, y, en su benevolencia, dibujaba menos arrugas en los rostros, las canas no se acordaban de hacer su aparición y hasta los bebés, felices de serlo, agotaban hasta el último aliento de su niñez, retrasando su crecimiento.
En su nueva forma de vivir mejor y más a gusto, un día los del lugar se dieron cuenta de que les sobraba tiempo, tanto que incluso les sobraban días, suficientes días incluso para que les sobrase un mes. Todo un mes entero para ser más felices.
Decidieron dar una gran fiesta para celebrar la buena noticia y decidieron festejarlo en tal día como alguien -ya no recordaban quién- había encontrado a Albira, años atrás.
Pero Albira ya no estaba. Nadie la había visto. Nadie sabía tampoco cuándo se había ido. Ni a dónde. Había regresado, como una vez había venido, sin llanto, a su mundo, cualquiera que fuese.
La fiesta se celebró de todas formas. No podían estar tristes por la pérdida de su pequeña, porque en realidad nunca había sido suya. Además, ya habían olvidado cómo no estar contentos. ¡Cómo no estarlo con todo un mes de más para disfrutarlo!
Alguien recordó, en plena conmemoración, que tenían que ponerle nombre al nuevo mes. Y le llamaron Albira.
Pero como no tenían historia escrita y el tiempo sí desgasta las palabras, que no los corazones, nosotros lo llamamos Abril.
Lo que no hemos olvidado es que este mes continúa siendo una fiesta, una ocasión especial para la luz y la alegría, para celebrar el placer de estar vivos y para dar gracias por cada color, cada olor, cada sonido más intenso.
También dicen que, a veces, continúan apareciendo rosas amarillas en las ventanas de las jóvenes que van a dar a luz una niña en la primavera siguiente.


viernes, 13 de abril de 2007

Soy Albira, un palabrinco.

Soy Albira, tengo ocho años recién cumplidos y soy la mayor de los tres palabrincos que viven en mi casa.
Los otros dos son mis hermanos Alicia de casi seis años y Mario de casi año y medio.

Un palabrinco es un niño al que le gustan los cuentos, las historias, las adivinanzas, los trabalenguas, los chistes, las poesías, ...un niño que brinca de gusto con las palabras.

Palabrincos es la hijita pequeña de Palabrantes, la web de adultos de mi mami, una escritora forofa de las palabras, de todo lo que se puede hacer con ellas, y del castellano.

Le encanta la letra Q, dice que se está perdiendo y quiere que montemos una plataforma de defensa de la Letra Q, que es tan española como la eñe, aunque no la llevemos en el nombre del país.

Por eso suele firmar sus textos para niños como Mami Q., aunque también a veces se convierte en Ena, la Última de las Cantadoras de Cuentos, o en alguna otra sorpresa.

Nos iremos leyendo por aquí...habrá montones de historias llenas de ques, seguro, si las escribe mi mami sobre todo.

Albira.
Abril 2007